LEGADO

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Todos estamos condicionados desde que nacemos. Quizá incluso desde mucho antes.

Durante toda nuestra vida cargamos con una pesada mochila llena de sentimientos, sensaciones y recuerdos, que forman y estructuran nuestra personalidad y nuestra conciencia. La mayoría de ellos nos pertenecen y son fruto de experiencias personales. Sin embargo, algunos están ahí dentro desde el principio, ocultos y adormecidos bajo el manto protector del subconsciente; oscuros aspectos del alma heredados de nuestros antepasados que jamás deberían despertar.

MARTES, 7 DE JUNIO DE 2011

Una pala de jardinero; de momento no precisaba mucho más.

Begoña arrojó la herramienta dentro de su furgoneta y cerró la puerta trasera de un solo golpe. Luego, dio media vuelta y observó a su nieta, Ana, que no le quitaba la vista de encima gimoteando en la entrada de casa.

No te preocupes, volveré dentro de poco —le dijo acercándose. Se colocó en cuclillas frente ella y tomó su mano—. No llores, mi niña. La abuela tiene que marcharse. Hay cosas importantes que debo hacer y que no puedo explicarte. Aún eres muy pequeña, pero algún día, cuando seas mayor, mi caja especial será para ti y entenderás lo sucedido hoy.

¿Cuánto tardarás? —sollozó Ana.

Unos días. Hasta entonces, el abuelo cuidará de ti.

Te quiero, abuela.

Yo también te quiero a ti, mi niña. —El rostro serio de Begoña dejó escapar una sonrisa—. Entra en casa. Tengo que irme ya.

Con delicadeza, Begoña guió a su nieta con la palma de la mano para que entrase. Levantó la vista y cruzó la mirada con su marido; Santiago aguardaba a la niña en el recibidor con gesto de preocupación.

Tranquilo —le dijo a él—. Estaré bien.

No es por ti —respondió Santiago cogiendo a Ana en brazos—. Sabes que no es por ti.

Ya lo hemos hablado largo y tendido; he de hacerlo.

Y lo asumo… Pero no lo comparto.

No necesito que lo hagas. —Begoña pasó la mano por la mejilla de Santiago y besó dulcemente a su nieta—. Es una cuestión familiar que no puedo eludir. —Dio media vuelta y caminó hacia la puerta—. Volveré el viernes para la hora de comer; esperadme.

Begoña Sobrino, una mujer achaparrada, de mirada fría y media melena lacia teñida de color caoba, emprendió a sus 56 años el viaje más importante de su vida provista de todo cuanto necesitaba.

Al volante de una vieja furgoneta roja Mercedes MDabandonó su Candás natal, una pequeña localidad de pescadores situada al norte de la provincia de Asturias, rumbo a un futuro incierto y desconocido, pero con un objetivo claro y preciso. En un cuaderno de notas llevaba todos los datos necesarios, recabados durante meses.

Como único equipaje portaba una gran cartera de piel y su preciada caja familiar; una antigua reliquia de madera, heredada de generación en generación, que lucía una estrella de cinco puntas labrada a mano en la tapa y que contenía el legado de su familia. La misma caja que su enferma madre, Catalina, le prohibió abrir mientras ella viviese.

Dos años hacía ya que Catalina había abandonado el mundo de los vivos. Y dos años hacía ya que Begoña había introducido, por primera y última vez, la llave vieja y oxidada para escudriñar su contenido. Un contenido que, irremediablemente, aquel día había cambiado el sentido de su vida y transformado su conciencia haciendo resurgir los más oscuros aspectos de su alma.

Muy a su pesar, atrás quedaban su nieta de 5 años, huérfana de padre y madre, y su amado marido, fiel compañero durante casi toda su vida. Sin embargo la historia no podía detenerse; debía repetirse. Ahora, 7 de junio de 2011, el desenlace final estaba próximo. Conduciría sin descanso hasta llegar a las raíces de sus antepasados, en la villa castellano-manchega de El Casar de Talamanca, y ejecutaría lo sentenciado tantos años atrás por su tía Olalla y sus dos más íntimas amigas.

***

El tiempo pasaba despacio, muy despacio, por culpa de la ansiedad y la emoción que corrían por sus venas; un estado de ánimo que iba en aumento a medida que se aproximaba a su destino.

Por el camino Begoña hizo repaso mental de los dos años transcurridos desde que abriera la caja y descubriera su contenido. Recordó cómo, al levantar la tapa, una pequeña ráfaga de viento que parecía provenir de su interior le golpeó la cara y le agitó el espíritu.

A media tarde, por fin, Begoña concluyó el trayecto.

Su primera parada sería una pequeña carpintería de las afueras. Cruzó la travesía, giró a la derecha por la última salida y se detuvo justo delante del acceso al recinto. La cancela estaba abierta. Descendió una rampa pronunciada y aparcó delante de la puerta.

La vieja nave industrial parecía desierta. Tiró del freno de mano, se apeó y caminó hasta la entrada. «Carpintería Peña» murmuró leyendo el letrero colgado de la fachada. Tocó sutilmente con los nudillos y al girar el picaporte comprobó que estaba abierto.

Con decisión, echó un paso adelante y se introdujo en el interior. A su alrededor había máquinas de todo tipo, de aspecto antiguo pero que parecían seguir siendo utilizadas. Por todas partes, virutas de madera y serrín ocultaban el suelo en un alarde de dejadez y desorden.

Una voz que procedía de su derecha le hizo girar la cabeza. Un tipo bajito, cuya cara hacía tiempo que no veía una cuchilla de afeitar, de frente despejada y pelo largo recogido en una coleta, saludó cortésmente desde su pequeña oficina.

Buenas tardes, señora —vociferó levantándose de la silla. El tipo salió a su encuentro ajustándose a la cara unas gafas de pasta redondas y anticuadas. —¿Puedo ayudarle en algo?

Al verle de cerca, Begoña comprendió la razón de tanto desorden: la carpintería estaba organizada a imagen y semejanza de su dueño.

Hola —respondió—. Necesito un par de tablones. Estoy arreglando la caseta de mi jardín.

Un par de tablones… —El carpintero la miró de arriba abajo—. ¿De qué longitud?

Dos metros.

No tengo ninguno ahora mismo. Si no le importa esperar, se los cortaré. Solo tardaré unos minutos.

Gracias. Esperaré en mi furgoneta. Cuando los tenga cárguelos en la parte trasera.

Poco después, el carpintero completó el trabajo, se asomó por la ventanilla y le habló escudriñándola con la mirada.

Ya lo tiene, señora.

Gracias de nuevo, ¿qué le debo?

Tienen poco valor; he aprovechado unos restos que tenía en un rincón del almacén. Se los regalo. —Dio media vuelta y desapareció.

***

No hay nada como pasar una calurosa tarde de junio bajo el fresco cobijo de una biblioteca, máxime cuando se vive a dos manzanas del Palacio de Dávalos de Guadalajara. Al menos, eso pensaba Juanje, amante de los libros y las viejas leyendas.

Alcarreño de nacimiento, y prejubilado de profesión, a sus 51 años mataba el tiempo libre, que era mucho, recopilando historias de su provincia. Historias llenas de magia y encanto en las que terminaba metiéndose de lleno e imaginando cómo vivirían aquellas gentes que tantos años atrás habían morado por aquellas tierras.

Bajando por la empinada cuesta de la plaza, cuyo nombre era el mismo que el del palacio, especulaba con lo que se encontraría al llegar. Quizá una batalla medieval a los pies de un castillo, oscuras maquinaciones en un palacio cercano, o… Quién sabe qué más cosas.

Al doblar la última esquina el sol le dio de frente, le sacó de sus pensamientos y le arrojó a la calurosa realidad. Se echó la mano a la frente a modo de visera y cruzó la puerta de la biblioteca.

A pesar de la reciente restauración, el edificio conservaba toda la magia y el aroma a lo que un día fue; el palacio de la familia Dávalos. Ahora, lleno de libros, para Juanje tenía un encanto aún mayor, ese ambiente especial que solo dan las estanterías de madera repletas de literatura.

Con toda la agilidad que puede conservar un hombre fornido de su edad, recorrió los pasillos hasta su sección favorita atusándose la barba, canosa y poblada, que ocultaba su cara. «¿Cuál de ellos vendrá hoy conmigo?» se preguntó observando las hileras de sugerentes lomos. Entonces, como si de un flechazo se tratase, un pequeño ejemplar de color blanco que sobresalía al final de la estantería llamó poderosamente su atención. Sacó las gafas de lectura del bolsillo y se acercó para observarlo. «La península de las brujas, viaje por el aquelarre ibérico» leyó. Lo agarró y se sentó en una de las mesas a hojearlo.

Al llegar a la página 57 se le aceleró el corazón. ¡Un pasaje dedicado a las brujas de El Casar de Talamanca! Prometía una lectura tan apasionante que no pudo evitar vibrar de emoción. Guardó las gafas y se marchó a casa con él bajo el brazo; esa noche lo devoraría página tras página en la tranquilidad de su terraza.

***

Begoña se sentía cansada tras el viaje y la visita a la carpintería. Pero antes de que cayese la noche debía cumplir los objetivos del día. Condujo hasta una ferretería situada en el otro extremo del pueblo y aparcó en la puerta.

Con toda la tranquilidad del mundo recorrió con atención los pasillos del establecimiento. Tuercas, tornillos, brochas, pintura… Todo estaba a su disposición y, sin embargo, era incapaz de encontrar lo que buscaba.

Harta de deambular se acercó a la caja y preguntó al dependiente; un tipo alto, serio, y con cara de buena persona que andaba entretenido con lo que parecía ser un nuevo catálogo de alguno de sus suministradores.

Disculpe —le interrumpió—. ¿Puede echarme una mano?

Claro. Dígame qué necesita —contestó levantando la vista hacia ella.

Un rollo de cuerda resistente, cinta adhesiva y unas tijeras.

Ahora mismo —dijo con amabilidad—. Sígame por aquí.

Begoña recorrió de nuevo los pasillos, esta vez detrás de él, hasta detenerse frente a una pared de la que colgaban varios carretes de cuerda.

Esta es la mejor que tengo. ¿Cuántos metros necesita?

Con diez será suficiente.

Se los prepararé ahora mismo. Si quiere puede ir a por las tijeras y la cinta adhesiva, están en aquel pasillo. —Señaló con el dedo.

Begoña caminó hacia allí siguiendo sus indicaciones. Frente a ella tenía ahora un sinfín de modelos y colores donde escoger, pero no tuvo que pensar mucho. Eligió unas tijeras sencillas y agarró el rollo de cinta adhesiva más grueso que encontró. Entonces, el ferretero le habló desde atrás.

Aquí tiene; diez metros de cuerda. —Se la entregó y echó un vistazo al resto de su compra—. Veo que ya tiene todo lo que buscaba. —Sonrió.

Aún me queda otra cosa.

Usted dirá.

Necesito un hacha de mano, bien afilada y que pese poco.

Un hacha… —repitió.

Eso he dicho, sí.

Acompáñeme por aquí.

El dependiente dio media vuelta y caminó apresuradamente de pasillo en pasillo hasta detenerse delante de un gran panel del que colgaban todo tipo de herramientas.

No tengo mucho donde elegir. Todas tienen buen filo. Escoja la que más le guste.

He de cortar la rama de un árbol que amenaza con caer sobre el tejado de mi casa —explicó Begoña echando un breve vistazo—. Creo que esta será perfecta para el trabajo. —Alargó el brazo y descolgó una de ellas.

Bien. Si no desea nada más…

No. Nada más.

Los dos se dirigieron hacia el mostrador de caja. Una vez allí, Begoña pagó la compra y el ferretero se la ofreció metida en una bolsa blanca con el logotipo del establecimiento en una de las dos caras.

Suerte con esa rama —masculló.

Gracias. Dentro de poco dejará de ser un peligro.

Agarró la bolsa con una mano, el hacha con la otra, y salió tranquilamente a la calle.

De momento todo iba según lo planeado, aunque todavía tenía mucho trabajo por delante. Pero eso sería al día siguiente. De momento buscaría un lugar tranquilo donde poder pasar la noche cerca del valle.

***

Una copa de vino y un buen libro; Juanje no podía imaginar mejor compañía para una cálida y estrellada noche de final de primavera como aquella. Pasadas las once salió a la terraza, al fresco, y observó su última adquisición literaria dando un pequeño trago de Ribera del Duero. Página tras página, volvería a imaginar antiguas historias llenas de encanto y misterio. Sin embargo, ese día se sentía especialmente emocionado.

Por primera vez iba a leer una historia real de brujas. Pero no de esas con escoba voladora como las de la ilustración de la portada, sino de esas otras que antaño fueron perseguidas por ejercer de consejeras, alquimistas y preparadoras de brebajes con hierbas naturales; esas mujeres que fueron pasto de la ira machista de la Inquisición. Mujeres sabias y de buen hacer que provocaban el miedo en la Iglesia a que la gente despertase de su incultura y sustituyese a Dios por la ciencia.

Aquellas mujeres eran extraordinarias por su conocimiento, pero no por tener poderes extraordinarios… ¿O sí? Juanje prefería imaginarlo de esa manera. Deseaba comenzar a leer y dejar volar su imaginación hasta más allá de los límites de la realidad.

Abrió el libro y fue directamente a la página 57, justo donde arrancaba el capítulo dedicado a las brujas de El Casar de Talamanca; una localidad tan cercana como desconocida para él.

El pasaje era corto, tan solo un par de páginas, pero intenso. Al sumergirse en él descubrió la historia de tres mujeres, Catalina Mateo, Olalla Sobrino y Juana Izquierdo, que fueron acusadas, entre otras cosas, de asesinar salvajemente a dos niños entrando de madrugada en sus casas; incluso llegaron a asar a una de las criaturas. Las familias víctimas del crimen, los Domínguez y los González, denunciaron los hechos y las tres fueron llevadas ante el Tribunal de la Santa Inquisición.

Poco después, y a pesar de negarlo tras ser torturadas, salieron en el último auto de fe al que asistió Felipe II en la plaza del Zocodover de Toledo, el 9 de junio de 1.591. Aquel día las tres fueron obligadas a abjurar de Levi y quemadas posteriormente en la hoguera.

Juanje quedó prendado por el relato. Pensó que, probablemente, esas tres pobres mujeres eran inocentes y habrían sido acusadas de brujería aprovechando las circunstancias.

¿Habrían tenido algún poder especial? Vibraba al creer que sí, que algo más tenía que haber. Pero nada de varitas mágicas. Más bien debían haber sido mentes privilegiadas con poderes extrasensoriales, o habilidades para la manipulación y el ilusionismo, y que se creerían capaces de comunicarse con el mismísimo demonio.

Fascinado, Juanje cerró el libro sobre sus rodillas, apuró la copa de vino y observó el cielo estrellado mientras se recreaba en las líneas que acababa de leer. Finalmente iluminó la pantalla del móvil y miró la hora: 23:55. Justo debajo del reloj aparecía la fecha actual: 7 de junio de 2.011. «Será mejor que me vaya a la cama» se dijo. Agarró el libro con una mano, la copa ya vacía con la otra, y entró en casa. Esa noche se dormiría con la mente puesta en aquellas singulares mujeres.

MIÉRCOLES, 8 DE JUNIO DE 2011

Begoña despertó temprano en la improvisada cama de la parte trasera de la furgoneta; ahí adentro la temperatura iba en aumento y el sudor comenzaba a pegarle la ropa a la piel. Abrió la puerta dando la bienvenida al nuevo día y observó el camino que discurría por el valle, paralelo al curso de un arroyo que bordeaba el bosque.

Después de estirar las piernas arrancó el motor de la furgoneta y condujo a lo largo del camino. Bajó la ventanilla y dejó que el aire fresco de la mañana penetrara en sus pulmones.

Cuando llegó a su destino el sol aún no levantaba más de una cuarta sobre el horizonte. Aparcó a un lado, junto una depuradora solitaria y abandonada, y se apeó. «El lugar es perfecto. Bien pensado, chicas» masculló pisando los yerbajos secos que se amontonaban bajo sus pies.

A esas horas nadie rondaba por la zona. Escudriñó los alrededores y se adentró en el bosque en busca de un lugar discreto, lejos de los curiosos ojos de los transeúntes que, con toda seguridad, aparecerían a lo largo del día.

Ladera arriba no tardó en dar con un pequeño claro escondido entre la espesura de las encinas. «Aquí será donde suceda» susurró jadeando por el esfuerzo. Dio media vuelta y regresó sobre sus pasos.

Hacha en mano, Begoña bordeó el arroyo que serpenteaba al otro lado del camino en busca de leña; un combustible fácil de encontrar en aquellos parajes y que necesitaría en grandes cantidades. De pronto, un viejo y enorme chopo, tronchado y derrotado sobre el suelo, apareció delante de ella como si estuviese esperándola. Por su aspecto parecía totalmente seco. «Con esto será suficiente» dijo en voz baja. Quitó la goma protectora que escondía el filo del hacha, echó un nuevo vistazo al camino y se aseguró de que nadie transitaba aún por las inmediaciones.

Las frágiles ramas del árbol sucumbieron una a una bajo los golpes siseantes del hacha, que retumbaban por todo el valle. Después, en un sinfín de idas y venidas, consiguió transportar toda la madera hasta el claro, la apiló en dos grandes montones y regresó a la furgoneta en busca de la pala y los tablones.

Con medio metro sería suficiente, y eso fue lo que Begoña excavó; dos profundos agujeros junto a los montones de leña. Introdujo los tablones en ellos y los sujetó rellenando el resto del hueco con piedras y tierra para darles mayor estabilidad.

Antes de subir en la furgoneta se dio la vuelta para comprobar que todo permanecía bien oculto. Por un momento imaginó la escena que viviría allí mismo al día siguiente y se estremeció. «Es hora de visitar a Dios» murmuró. Arrancó el motor y salió zumbando hacia el pueblo.

***

La mañana llegó en forma de suave brisa sobre la cara. Juanje despertó tras atravesar la noche de un tirón, se cubrió el rostro con la palma de la mano para protegerse de la luz que entraba por la ventana y giró el cuerpo dando la espalda al amanecer. «Debería dormir con la persiana bajada» protestó.

Durante unos minutos remoloneó en la cama, hasta que el sudor le pegó completamente las sábanas a la piel. «Qué calor» murmuró. Se deslizó por un costado y caminó hacia el baño para despejarse con un golpe de agua fresca sobre la cara. «Mañana se cumplirán cuatrocientos veinte años de las ejecuciones» dijo en voz baja mientras se secaba con la toalla; después de haberse quitado la modorra matutina de encima, su primer pensamiento era para ellas.

En la cocina, sentado frente a una humeante taza de café, miró de soslayo el libro. «¿Serían culpables o inocentes?» se preguntó una vez más. «Inocentes» afirmó con rotundidad. Estaba convencido de ello, aunque eso le restara atractivo a la historia.

Atrapado por su propia imaginación, no podía pensar en otra cosa. Se sentía tan atraído que decidió regresar esa misma mañana a la biblioteca y averiguar más sobre ellas.

Ansioso por llegar, Juanje subió las escaleras de acceso a la primera planta saltando los escalones de dos en dos. Recorrió los pasillos y fue directamente a la sala donde había hallado el libro el día anterior.

Pasó gran parte de la tarde examinando toda la literatura del género, pero no encontró nada; ni rastro de ellas. «Tiene que haber algo más…» suspiró sin caer en el desánimo. Entonces se le ocurrió buscar en la base de datos más grande del mundo: internet.

Regresó al pasillo con el apreciado ejemplar bajo el brazo y se dirigió al patio central; allí se encontraban los ordenadores públicos. Tomó asiento frente a uno de ellos y abrió el libro por el pasaje que le tenía cautivado. Luego introdujo los datos clave en el buscador, y este no tardó en mostrar numerosos resultados; todos ellos sin ningún valor relevante.

A punto de abandonar la búsqueda, un enlace llamó poderosamente su atención. «Veamos a dónde me llevas…» murmuró. Clicó sobre él e inmediatamente este se abrió en una nueva pestaña del navegador. La información que leyó lo dejó perplejo. Tanto fue así, que releyó el texto una y otra vez con suma atención para no pasar por alto ningún detalle.

Según se narraba en la web, las tres brujas realizaban sus aquelarres en medio del bosque, al final de un camino que discurría paralelo al arroyo del pueblo. Además, existía cierta leyenda acerca de una maldición que las tres condenadas a la hoguera habrían arrojado sobre las familias de los niños supuestamente asesinados por ellas. Una maldición que firmaron y sellaron con su propia sangre días antes de la ejecución pública, y que pasaría de generación en generación a través de una carta dirigida a sus descendientes.

¿Sería cierto?, ¿existiría realmente ese misterioso legado que supuestamente dejaron por escrito aquellas tres mujeres? De ser así, estaría ante el episodio más apasionante que jamás había caído en sus manos.

De pronto, una idea tomó forma rápidamente en su cabeza: ¿Quedaría rastro en el pueblo de las maldecidas familias Domínguez y González? Ello daría mayor verosimilitud a la leyenda y acrecentaría aún más la magia que la rodeaba.

Introdujo de nuevo los datos en el buscador y averiguó que, efectivamente, en el Casar de Talamanca varias familias conservaban los apellidos descritos por las brujas. «¡Fantástico!» exclamó bajando la voz en el silencioso patio central de la biblioteca.

Con el libro bajo el brazo y unos cuantos folios impresos en el interior de sus páginas, regresó a casa y continuó sumergiéndose en su imaginación.

***

A media tarde, Begoña aparcó la furgoneta en las inmediaciones de la iglesia, junto a la Plaza Mayor. Allí, en el interior del templo, debería depositar las pruebas del cumplimiento del legado familiar: a los pies de Cristo.

Bajo el caluroso sol, caminó por la acera hasta los soportales y empujó la puerta enérgicamente; estaba abierta. Nada más entrar, el frescor de la penumbra le azotó la cara, algo que agradeció enormemente. Avanzó unos metros y se detuvo a escudriñar el lugar. «Es tal y como la imaginaba» murmuró frente al altar secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. «Ahora veamos dónde estás crucificado».

Parsimoniosamente recorrió la nave central hasta el crucero, desde donde se podía divisar casi cada rincón. Entonces dio con él; la gran cruz estaba colgada en la pared del transepto izquierdo. Caminó a su encuentro y se detuvo a unos metros guardando las distancias, no por respeto, sino más bien por aversión. «Mañana volveré a visitarte de madrugada» le dijo en voz baja a Jesús crucificado. Dio media vuelta y regresó a la calle.

De un rápido vistazo localizó a dos paisanos sentados al resguardo que proporcionaba la sombra de los soportales. Por su aspecto debían llevar varios años jubilados. Forzó una sonrisa en su tétrico rostro y se acercó a ellos.

Buenas tardes —saludó.

Buenas tardes, señora —contestó uno de ellos. Ambos la miraron extrañados.

¿Conocen ustedes el horario de la iglesia? —preguntó con toda la amabilidad que fue capaz de reunir.

Los dos ancianos se miraron entre sí y el otro contestó dubitativo.

Creo que el cura la abre a las ocho de la mañana y la cierra a las diez de la noche —dijo ajustándose la boina sobre la cabeza—. Si tiene intención de asistir a misa será mejor que mire los horarios, están colgados junto a la puerta, en un pequeño tablón de anuncios.

Gracias, pero me gusta rezar a solas. —De nuevo Begoña forzó una sonrisa—. Han sido muy amables. Que pasen un buen día.

No hay de qué, señora. Tenga usted también un buen día.

Contrariada por la información, caminó hacia la plaza con las manos en los bolsillos. «Mierda» protestó entre dientes. Por culpa del horario tendría que conformarse con la segunda opción: El Calvario.

Al final de un largo paseo, en las afueras, Begoña encontró el monumento. Se trataba de una ermita abierta al exterior por los cuatro costados mediante arcos de medio punto, sin techumbre, y levantada en el punto más alto del pueblo mirando hacia el valle del río Jarama en un entorno espectacular, todo ello coronado al fondo por las cercanas montañas del Sistema Central.

A simple vista pudo diferenciar los viejos ladrillos originales de los más nuevos; seguramente se trataba de una genial reconstrucción que había reparado el paso de los años y, probablemente también, el asedio de una poco respetuosa Guerra Civil.

Con mirada atenta, bordeó aquel peculiar monumento a la fe observando a través de los barrotes que lo confinaban. En su interior se encontraban tres antiguas cruces de piedra, exhibidas para el culto católico desde el siglo XVII, y que representaban a Cristo acompañado de los dos Ladrones. Finalmente, se detuvo frente al arco principal y escudriñó la base de la cruz central. «Aquí será…» murmuró cruzando los brazos en un gesto de satisfacción. Bajó la mirada un poco más y observó la inscripción hecha con piedras en el suelo que inmortalizaba al albañil encargado de los trabajos de restauración: Manuel González Escudero – año 1.986, decía. «¡Vaya! Parece que los González y los Sobrino estamos condenados a cruzar nuestros caminos». Echó un par de pasos atrás y emprendió el camino de vuelta.

***

Sumergido entre papeles, y con el ordenador portátil delante, Juanje pasó la tarde bajo la fresca y apacible sombra de la terraza de su casa. Una y otra vez imaginó cómo aquellas mujeres podrían haber asaltado las viviendas de sendas familias en el silencio de la noche, les habrían arrebatado a sus hijos y los habrían asesinado para resarcir los deseos del demonio.

Las imaginó también en medio del bosque, desnudas alrededor de una hoguera realizando su aquelarre de comunión con el mismísimo Levi, su señor. Una reunión que probablemente celebrarían con asiduidad para rendirle tributo.

¿Cuánto había de verdad en aquel asunto?, ¿quién asesinó realmente a aquellos pobres infantes? y, sobre todo, ¿por qué? Desde luego, algo de cierto debía haber porque, al rastrear de nuevo internet en busca de información, encontró registros históricos que contrastaban las muertes de los niños en extrañas circunstancias.

Tanta información, y tan detallada, no podía ser completamente falsa. Estaba convencido de que no todo había sido fruto de la invención de un puñado de aldeanos decididos a llevar a esas tres mujeres ante la justicia de la Iglesia. Una Iglesia que, por otro lado, no le hacía ningún asco a la condena y posterior quema de herejes con el fin de poner sobre aviso a quienes se atrevieran a cuestionar la fe cristiana.

Al igual que solía hacer en muchas ocasiones, Juanje buscó en internet imágenes por satélite del lugar en el que supuestamente se habían desarrollado los hechos. Durante un buen rato rastreó minuciosamente la villa de El Casar y su término municipal recordando los lugares mencionados en la leyenda. «Tiene que ser aquí» se dijo: acababa de encontrar un camino que discurría junto a un pequeño arroyo, valle abajo, y un bosque de encinas que se extendía por su flanco izquierdo. «Cuadra a la perfección con lo descrito».

Recorrió el camino sobre el monitor del ordenador. Este arrancaba en la zona más baja de la villa y se extendía varios kilómetros hacia el sur hasta desaparecer en el bosque. De pronto, la idea de ir a visitarlo se fraguó en su cabeza. «Mañana es el día más apropiado para hacerlo. Será apasionante. Por la mañana organizaré la excursión».

Entusiasmado, recogió los papeles que tenía esparcidos sobre la mesa, agarró el libro y lo metió todo en casa junto con el ordenador.

***

El sol comenzaba a difuminarse en el horizonte cuando Begoña regresó al improvisado escenario preparado en medio del bosque. Antes de bajar lo observó a través de la ventanilla y comprobó una vez más que se encontraba bien oculto de las miradas de los transeúntes. «Todo saldrá según lo previsto» masculló. Agarró su pequeña caja de madera, se apeó de la furgoneta y la bordeó hasta la parte trasera para sacar el resto de cosas.

Con la antigüedad familiar en una mano, la bolsa de la ferretería en la otra y su cartera de piel al hombro, se internó en el bosque dispuesta a terminar los preparativos.

Al llegar al claro pudo comprobar que el lugar se encontraba tal y como lo había dejado por la mañana; los postes de madera permanecían clavados profundamente en la tierra arropados por los dos montones de leña.

De un rápido vistazo localizó unos matorrales bajo una encina cercana. Caminó hacia ellos y escondió la caja apartándolos cuidadosamente. «Aquí esperaréis hasta que llegue el momento —dijo hablándole a la caja—, vigilad el altar». Dio media vuelta y regresó junto a los montones de leña en busca de un par de ramas gruesas.

Ayudándose de las tijeras y de dos pedazos de cuerda, Begoña fabricó dos antorchas aprovechando la abundante maleza seca que encontró por las inmediaciones. Finalmente, escondió la bolsa y la cartera en el mismo lugar en el que había depositado la caja, volvió junto a las piras y clavó las antorchas en el suelo, frente ellas. «Con esto arderán rápidamente» murmuró observando la escena con los brazos cruzados.

Esa noche volvería a dormir en el camino, esta vez muy cerca del lugar y atenta a cualquier movimiento que pudiese amenazar el plan: un plan al que solo le faltaba un último movimiento, el más importante y complicado.

JUEVES, 9 DE JUNIO DE 2011

Los primeros rayos de sol se colaron por las ventanillas de la furgoneta deshaciendo la oscuridad, enmudeciendo a las aves nocturnas y dando paso a los cantos de los pequeños pajarillos que ya, a esas tempranas horas, alborotaban en los árboles del arroyo. Begoña se puso en pie, enérgica, y se desperezó sobre la cama. «Hoy es el día» dijo colándose hacia la parte delantera para sentarse al volante. Tomó asiento y agarró el cuaderno. «Ya queda menos» murmuró leyendo las últimas anotaciones. Cerró la libreta con un sonoro golpe y desbloqueó el móvil para buscar la siguiente ubicación en el mapa.

Las indicaciones de la pantalla la llevaron de vuelta a la plaza Mayor, frente a la iglesia. Allí se encontraba la tahona que regentaba la familia González desde hacía varias generaciones. Aparcó en un callejón contiguo, junto a los restos del montón de leña que probablemente utilizaban para calentar el horno, y caminó por la acera.

Nada más entrar el olor a pan de pueblo recién hecho le acarició los sentidos. Se apoyó en el mostrador y esperó a que saliese la dependienta mientras observaba los grandes cestos de mimbre repletos de barras y hogazas que se encontraban apilados a la espera de ser vendidos. Poco después una joven apareció sonriente y Begoña pudo reconocerla al instante gracias a las fotografías de sus perfiles en las redes sociales.

Buenos días. ¿Qué desea? —preguntó amablemente la dependienta.

Quince barras de pan y dos hogazas, por favor.

Claro. Se las pondré en una caja.

La joven desapareció tras la puerta que daba acceso a la parte privada del establecimiento, donde parecían estar los hornos, y regresó con una caja de cartón en la mano. Después preparó el pedido y echó las cuentas en una hoja de papel.

Trece con cincuenta, por favor.

Begoña abrió su monedero y contó las monedas.

Aquí tiene. —Le entregó el dinero e hizo intento de levantar la caja fingiendo un terrible esfuerzo—. ¿Le importa llevármela hasta la furgoneta? Me temo que es demasiado pesada para mis viejos y cansados brazos.

Por supuesto, señora. Dígame donde la tiene aparcada.

Sígame. Está aquí mismo, a la vuelta de la esquina.

Salieron del establecimiento y caminaron por la acera, Begoña en primer lugar y la dependienta muy cerca, caja en mano. Al llegar abrió una de las puertas traseras y señaló el interior.

Déjela al fondo, contra un lateral. De ese modo no se moverá en las curvas.

La muchacha siguió las indicaciones y colocó la caja en el lugar indicado. Cuando dio media vuelta para regresar a la panadería se encontró con un golpe de pala en la cabeza que la dejó inconsciente. Begoña cerró la puerta rápidamente, la amordazó para evitar que pudiese gritar en busca de auxilio y le ató pies y manos.

El segundo objetivo se encontraba en el instituto de bachillerato, en el paseo que ella misma había recorrido el día anterior para llegar hasta el Calvario. Una vez allí se detuvo frente a la puerta, escudriñó los alrededores en busca de un lugar discreto y aparcó a la espera de que sonara el timbre que ponía final a las clases.

Minutos antes de las dos de la tarde se apostó cerca de la entrada principal y permaneció atenta al goteo de adolescentes que comenzaban a abandonar el centro. Observándoles en la distancia, no tardó en localizarle: la segunda presa acababa de aparecer sola, distraída y con una mochila al hombro. «Parece que voy a tener suerte» pensó caminando hacia él.

Perdona que te moleste —le dijo con gesto de preocupación. El chico, alto y desgarbado, salió de sus pensamientos y desvió la mirada hacia ella, extrañado. —¿Eres natural de aquí?

Sí —contestó él arqueando las cejas—. ¿Por qué me lo pregunta?

Acabo de encontrarme con una joven que está bastante aturdida: ha debido darse un golpe en la cabeza. Está sentada en mi furgoneta.

¿Quién es?

No ha sabido decírmelo, tan solo recuerda que es de aquí. Quizá tú puedas reconocerla y ayudarme a llevarla a casa.

Bueno… —dudó por un instante—. Está bien.

Intrigado, aunque desconfiado, el chico la acompañó hasta la furgoneta. Begoña echó un vistazo para asegurarse de que no había nadie por las inmediaciones y abrió la puerta.

Pero qué… —afirmó el joven al ver a la panadera.

Subió con agilidad y se agachó a su lado. Se fijó en la mordaza que le tapaba la boca y en las cuerdas que la mantenían inmovilizada.

¿Qué significa esto?

Asustado, se puso en pie y retrocedió rápidamente, pero un golpe en la cabeza que no vio llegar le nubló la vista y le hizo caer al suelo.

***

Durante la mañana Juanje preparó una cantimplora de agua y algo de comer en su mochila de excursionista, repasó las anotaciones, y trazó el itinerario que esa misma tarde seguiría para revivir la magia de la leyenda como si fuera un hecho histórico más de los que acostumbraba a imaginar cuando visitaba viejas iglesias, castillos abandonados, o parajes testigos de batallas antiguas.

Después de comer se echó en la cama para descansar antes de comenzar el inminente viaje. Mediada la tarde, cuando el calor había bajado su intensidad, se puso las botas, agarró la mochila, y condujo rumbo a su última aventura.

El lugar no era en absoluto como lo había imaginado. Cuando llegó al inicio del camino se encontró rodeado de edificios de nueva construcción y una urbanización de chalets adosados al fondo, frente al bosque. Los únicos vestigios de pueblo auténtico que quedaban por los alrededores eran una fuente con un pilón alargado para el abreve de ganado y una vieja nave en la que guardaba maquinaria una empresa de movimiento de tierras que debía haber sobrevivido a la crisis. «Qué decepción» masculló deteniéndose detrás de uno de los camiones que permanecían aparcados en la puerta de la nave. Bajó del coche, se colgó la mochila al hombro y echó a andar hacia el valle.

El arroyo estaba completamente seco y su única compañía eran las chicharras que rompían el silencio con su taladrante vibración. A un lado, el denso bosque de encinas se extendía hasta el horizonte y, al otro, campos y campos de cereal a punto de ser cosechado cubrían las colinas como si de una gran alfombra amarillenta se tratase. El olor a paja seca se mezclaba con el aroma de las encinas, y Juanje pensó que así debía de haber olido aquel lugar desde hacía siglos.

Camino abajo su imaginación lo trasladó varios siglos atrás dibujando en su cabeza aldeanos segando con hoces de sol a sol, gentes a caballo y carromatos utilizados por los más pudientes para trasladarse de un pueblo a otro. Pero, sobre todo, imaginó a las tres brujas desnudas en un claro del bosque celebrando uno de sus aquelarres en comunión con el demonio. De cuando en cuando, cruzaba el arroyo y se colaba entre los árboles en busca de un escenario que alimentase aún más sus recreaciones.

Tras internarse por última vez en el bosque, salió al camino y se topó con la depuradora a medio construir que se encontraba al final de este. Se detuvo junto a la valla para echar un vistazo y dio un trago de agua. En ese momento, algo le hizo desviar la mirada. No muy lejos de él, en el límite del bosque, había una furgoneta roja con las puertas traseras abiertas. En su interior se escuchaban golpes. Juanje pensó que se trataría de algún lugareño haciendo acopio de leña para el invierno.

Curioso, oteó sin acercarse demasiado, pero no vio a nadie en la oscuridad del vehículo. Entonces avanzó un poco más y descubrió el origen de los golpes: dos personas tumbadas en el suelo, amordazadas y maniatadas, pataleaban pidiendo auxilio.

La primera reacción fue ir a su encuentro para liberarles, pero al llegar junto a la furgoneta recapacitó. «¿Qué demonios estoy haciendo?» se preguntó asustado. Dio media vuelta con intención de salir corriendo en busca de ayuda cuando, de repente, el golpe de una pala en la cara le hizo tambalearse. Aturdido, se llevó la mano a la nariz y palpó la sangre que manaba de ella. Después, todo se fundió en negro.

***

Begoña recorrió el camino con la furgoneta levantando tras de sí una espesa nube de polvo. Había pasado la tarde deambulando de acá para allá haciendo tiempo. Ahora, al atardecer, las inmediaciones del bosque estaban lo suficientemente despejadas de miradas curiosas como para actuar con discreción.

Al final del trayecto abandonó el camino y condujo unos metros más con cuidado, hasta donde los árboles le permitieron. Se apeó de la furgoneta, la bordeó asegurándose de que estaba sola, y abrió las puertas traseras. Sus dos prisioneros habían despertado, pero permanecían en silencio, asustados, mirándose el uno al otro.

Imagino que os estáis preguntando qué hacéis aquí.

Mmm, mmm —gimieron.

Es largo de contar. Dejaremos las explicaciones para más tarde.

Agarró la pala por si necesitaba volver a golpearles durante la ceremonia y caminó apresuradamente hacia el claro.

Una vez tuvo todo preparado sacó de entre la maleza la bolsa de las herramientas, pues precisaría de las tijeras para obligarles a salir y conducirles hasta el bosque.

Cuando inició el regreso colina abajo se percató de que alguien andaba fisgoneando cerca de la furgoneta. «Mierda» masculló bajando la voz. Dio media vuelta, cogió la pala y fue a por él escondiéndose tras el vehículo.

En sus planes no entraba una tercera persona. Sin embargo, allí estaban los tres, atados y amordazados, ocultos en la espesura del bosque. Por suerte, el intruso no había llegado a verla y todavía continuaba inconsciente a causa del golpe.

En un principio pensó rematarlo y dejar su cuerpo enterrado allí para siempre. Pero su conciencia se lo impidió. Aquél hombre nada tenía que ver en los asuntos de su familia y se veía incapaz de terminar con su vida. Finalmente, decidió vendarle los ojos y dejarle abandonado a su suerte.

Al caer el sol, Begoña culminó el escenario del gran día.

En primer lugar condujo al joven hacia su poste, algo que no fue nada fácil, pues este se resistió con violencia y forcejeó dentro de la poca movilidad que le permitían sus ataduras. Finalmente, el filo de las tijeras que amenazaban su cuello consiguió hacerle caminar dando pequeños pasos, entre lágrimas y gimoteos, hasta situarse sobre la leña. Una vez allí, todo resultó más sencillo. Begoña le colocó la punta de las tijeras debajo de la mandíbula para inmovilizarle y lo amarró al tablón con la otra mano.

Ella se resistió menos. El pánico la tenía sumida en tal estado de shock que avanzó sin apenas protestar, con la mirada perdida y los ojos llenos de lágrimas.

La noche se había cerrado cuando Begoña clavó las antorchas en el suelo, frente a ellos. Luego, sacó su caja de madera de entre los matorrales, introdujo la vieja llave en la cerradura y levantó la tapa cuidadosamente.

Lo primero que sacó de ella fue un paquete de cerillas con las que encendió las antorchas. Después abrió un sobre, extrajo de él una carta amarilleada por el paso del tiempo, la extendió, y les habló con toda la frialdad del mundo.

Ignoráis el motivo por el cuál estáis aquí, pero creedme, lo hay —les dijo mirándoles alternativamente.

Los dos reos ahogaron gritos y lamentos en las telas que les tapaban la boca al tiempo que se retorcían intentando escapar. Begoña empuñó las tijeras de nuevo, amenazante, y les hizo callar.

Mi nombre es Begoña Sobrino. Soy la penúltima descendiente de una familia ya extinta en este pueblo. Mi tía Olalla, Catalina y Juana la izquierda tienen una cuenta pendiente con vosotros —afirmó—. Ellas mismas os lo explicarán.

Agachó la mirada y comenzó a leer la carta iluminada por la luz de las antorchas:

Toledo, 1 de junio de 1591.

Dos criaturas han muerto, un niño y una niña, por mandato de satanás…

***

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El relato de Aurelio González ha sido publicado por la editorial Playa de Ákaba en la antología «Ulises y Penélope, relatos tejidos en red».

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